Mucho se ha hablado a los largo de la historia de la belleza,
¿Pero qué es exactamente lo que nos hace bellos?
¿Qué hay en nuestra naturaleza que nos hace sensibles a la belleza?
¿Y cómo puede ser que a nosotros y a una tribu del Amazonas nos atraigan los mismos rasgos?
-Estudio realizado por la Universidad de Harvard.
-Dirigido por la neurocientífica Nancy Etcoff.
Todavía hoy en día, predomina el concepto de que nuestra capacidad para apreciar la belleza depende de los cánones culturales de la sociedad a la que pertenezcamos; que un bebé, al nacer, va aprendiendo a través de sus padres y del entorno qué es lo estéticamente deseable.
De ahí que los japoneses tengan, por ejemplo, especial predilección por las nucas, mientras que los de la etnia Kayan, en Myanmar (Birmania), prefieren a las mujeres con el cuello de jirafa.
Y si bien en buena medida los gustos son aprendidos, ahora la ciencia ha demostrado que la biología desempeña un papel determinante.
“La belleza es un instinto básico, un producto de la evolución”,
asegura la psicóloga de la Universidad de Harvard Nancy Etcoff.
Numerosos estudios realizados, demuestran que las preferencias por la belleza nos vienen de serie; que nacemos con ellas, como si el cerebro ya estuviera programado para buscar y encontrar determinadas características que todos, inconscientemente, hallamos deseables.
Para poder demostrarlo, la psicóloga Judith Langlois, investigadora de la Universidad de Texas, recogió un montón de fotografías de caras de individuos de distintas culturas y se las enseñaron a un grupo de adultos voluntarios, que puntuaron las fotografías en función de su atractivo. A continuación enseño las mismas fotografías a bebes de entre 3 y 6 meses, demasiado pequeños para estar bajo la influencia de la sociedad.
Éstos, miraron, escogieron y jugaron significativamente más con las caras, tanto de hombres como de mujeres, que los adultos habían valorado como más atractivas.
Esto sugería, que los bebés, además de tener detectores de belleza innatos, compartían los gustos por los mismos rasgos de belleza. Y tiene, señala Nancy Etcoff, su lógica, porque “mirar a los guapos tiene un valor de supervivencia”.
Hace miles y miles de años, en el pleistoceno, cuando la esperanza de vida no superaba en el mejor de los casos los 40 años y era frecuente que los niños muriesen antes de ser adultos, asegurarse de que te apareabas con el individuo más adecuado era de vital importancia. De ello dependía que tus genes se perpetuaran. Es por ello que el cerebro de nuestros antepasados pudo desarrollar unos detectores biológicos para evaluar automáticamente y al instante si la persona que tenían delante era o no fértil, si era compatible genéticamente con ellos y si estaba sana.
“Nuestra extrema sensibilidad a la belleza está gobernada por circuitos en el cerebro modelados por la selección natural”, señala Etcoff. Según esta neurocientífica, nos sentimos atraídos por la piel suave y tersa, por el pelo brillante y grueso, bocas carnosas, por la simetría del rostro, por la curva de la cadera, por una espalda ancha, que no son otra cosa, que símbolos de salud, “porque a lo largo de la evolución quienes se percataban de esos signos y se apareaban con sus portadores tenían más éxito reproductivo.
Y todos nosotros, somos sus descendientes”.
Otra de las cosas curiosas respecto a la belleza es que, inevitablemente, tratamos de complacer a los que la poseen. En el siguiente experimento una persona se acercaba a una cabina telefónica y le preguntaba a quien estaba dentro, si por casualidad, no se había encontrado una moneda que se había dejado allí antes. Si la persona era guapa, ocho de cada diez personas se la devolvían, llegaban incluso a preguntarle su nombre con cierto nerviosismo y hasta conversaban por varios minutos.
Pero si la situación era distinta y la persona era poco atractiva, el porcentaje descendía a tres de cada diez. No había conversación, la persona no demostraba empatía y la frase repetida era: no, aquí no he visto nada.
Otro de los experimentos sociales más reveladores, situaba a una persona junto a su coche con la rueda pinchada, a la salida de un bar; si esta era atractiva, se paraban más personas dispuestas a echarle una mano. Intercambiaban ideas de cómo solucionar el problema, se preguntaban por sus oficios y la persona que prestaba ayuda llegaba a realizar todo el trabajo. Llegando a argumentar: Déjalo, no vayas a ensuciarte.
Sin distinción de género.
Sin embargo, si la persona era menos atractiva. En el mejor de los casos, solo dos personas preguntaron si necesitaba ayuda. La mayoría daban indicaciones desde la distancia y argumentaban, no poder entretenerse.
La respuesta era: Si no puedes, llama a tu seguro.
Y no sólo funciona entre sexos distintos, sino que lo cierto es que somos, en términos generales, más proclives a ayudar a la gente atractiva de nuestro mismo sexo y, al mismo tiempo, tenemos tendencia a no pedirles ayuda. Es decir, que a los guapos tratamos de complacerlos, pero sin expectativas de una recompensa inmediata o de un gesto recíproco.
Es más, nos persuaden fácilmente con sus ideas y argumentos, les contamos secretos y les revelamos toda clase de información personal. Como si tuviéramos asumido que por ser bellos se merecen un mejor trato.
Con todo, hay que relativizar. A pesar de que durante mucho tiempo se ha asociado belleza con bondad, lo cierto es que la apariencia física poco nos dice de la inteligencia de una persona, de su compasión, de su empatía, de su sentido del humor, de su creatividad, de su honestidad. Debemos saber que sólo es una estrategia evolutiva que nos dice si esa persona que tenemos en frente es fértil y está sana. Y eso era importante en el pleistoceno, cuando sobrevivir era muy complicado, pero ahora ya no tiene demasiada utilidad. Y, sin embargo, guste o no, tenemos unos cerebros que no pueden evitar buscar, detectar y desear a las caras bonitas.
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